Extintores y sentido común: la cosecha empieza por frenar el fuego.
La tierra no espera. El campo tampoco. Cuando el verano se desmelena y el calor azuza como un toro bravo, los agricultores lo saben: el riesgo acecha. La hoz ya no corta sola; ahora la cosechadora ruge y levanta polvo, pero también levanta chispas. Y esas chispas, con la maleza seca y el viento enloquecido, son el inicio del infierno.
Las organizaciones agrarias lo están gritando con voz clara y garganta rajada por la experiencia: no se puede cosechar sin prevención. No se puede caminar sobre rastrojos como si fueran césped inglés. Hay que frenar los incendios rurales con medidas serias, reales, inmediatas. Porque el fuego no tiene paciencia y mucho menos piedad.
Los tractores, las empacadoras, las cosechadoras... todo ese arsenal que convierte la tierra en pan, también puede convertirla en cenizas. La maquinaria agrícola, al rozar piedras o desgastar engranajes a pleno sol, puede soltar la chispa fatal. Y si el agricultor no tiene a mano un extintor operativo, homologado y bien situado, el resultado puede ser una columna de humo visible desde tres comarcas.
Aquí no caben excusas. No basta con el “nunca me ha pasado”. Porque el día que pasa, arrasa. Por eso, cada máquina debería llevar su extintor, como el volante lleva manos. Y no uno cualquiera: polvo seco, clase ABC, con revisión al día y precinto sin romper.
Y no nos confundamos. No es una recomendación amable. Es una necesidad imperiosa. Es una obligación moral y técnica. Es el único cortafuegos real cuando el fuego empieza como un susurro y se convierte en rugido.
No estamos hablando de literatura ni de poesía rural. Hablamos de cosechas arruinadas, de bosques carbonizados, de animales muertos, de pueblos enteros con la garganta llena de humo. Por eso, frenar los incendios rurales no es solo un titular: es una estrategia nacional.
Y la estrategia empieza con cabeza:
Segar temprano, cuando la brisa aún no se ha vuelto brasero.
Parar al mediodía, cuando el sol es un látigo y la tierra, una tea.
Volver al tajo al caer la tarde, cuando el riesgo desciende y el cielo da un respiro.
Parece simple. Y lo es. Pero hay quienes, por rutina, costumbre o imprudencia, siguen cosechando a las tres de la tarde como si no ardieran los montes. El resultado son hectáreas calcinadas y titulares con olor a tragedia.
Mientras unos miran hacia otro lado, hay noticias de empresas agrícolas que marcan el camino correcto. Que forman a sus operarios, que equipan cada vehículo con dos extintores, que suspenden labores cuando el termómetro pasa de los 38 grados.
Son esas las empresas que sobreviven, que respetan la tierra y que entienden que sin seguridad no hay cosecha posible. Porque la rentabilidad no se mide solo en kilos por hectárea, sino en hectáreas que siguen siendo fértiles y no calcinadas.
Y no solo son empresas: también hay cooperativas, sindicatos y asociaciones rurales que están creando manuales, guías y hasta simulacros de incendio en el campo. Porque si algo ha enseñado el humo es que no se puede improvisar ante el fuego.
Todo tractor, toda segadora, toda empacadora debería tener:
Un extintor de al menos 6 kg de polvo seco.
Ubicación visible y accesible, nunca bajo herramientas o cuerdas.
Revisión semestral por profesional certificado.
Etiquetado con fecha y homologación vigente.
Y no solo eso. Las zonas de repostaje, los almacenes de forraje y las áreas de descanso también deben contar con puntos de extinción. Porque cuando la chispa salta, el fuego no pregunta dónde empieza ni dónde termina.
No basta con reaccionar. Hay que prevenir, anticipar, cortar al fuego el paso antes de que avance. Para eso sirven las franjas cortafuegos, esas líneas limpias, sin vegetación, sin maleza, sin hojarasca que actúan como muros invisibles.
Cada finca debería contar con su perímetro desbrozado, con sus caminos habilitados y sus lindes despejadas. No se trata de estética, sino de supervivencia.
Y si el fuego se escapa, el agricultor debe saber que tiene que dejar de intentar controlarlo cuando la cosa se desborda. Ahí empieza la labor de los bomberos, y la del agricultor es salir, avisar y no jugarse la vida.
La tierra da frutos, pero también exige respeto. Por eso, los agricultores deben formarse, no solo en cultivo, sino en seguridad. Cómo actuar ante un conato, cómo usar correctamente el extintor, cómo preparar un plan de evacuación.
Los municipios rurales deben invertir en talleres, simulacros y campañas de concienciación. Y las autoridades, no dormirse. Porque el campo también es España, y lo que allí se quema, se pierde para todos.
La lucha contra los incendios rurales no es solo cosa de agricultores. Es cosa de todos: consumidores, gobiernos, empresas, vecinos. Porque cuando se quema el campo, no arde solo la tierra: arde el sustento, la identidad, la raíz.
Frenar los incendios rurales requiere inversión, decisión y compromiso. Y empieza por algo tan simple como apagar la cosechadora a las dos de la tarde, o llevar un extintor colgado del lateral del tractor.
Parece poco. Pero es mucho.